INTRODUCCIÓN A LA

METEOROLOGÍA DEL PORVENIR

 

El Sol y la previsión del tiempo

 

 

Por el Padre Thomas Moreux

Director del Observatorio de Bourges

París, 1910

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¿Hay, entre todas las ciencias humanas, una más fecunda en resultados prácticos que la Meteorología? No hablo de la que se limitaría a constatar hechos, a registrar valores, a trazar curvas de fenómenos pasados. Yo entendería por Meteorología una ciencia con capacidad de previsión.

¡Lástima! Tal ciencia apenas acaba de empezar; tal vez harán falta muchos años para verla engrandecerse  y tener un lugar honorable al lado de las demás ciencias humanas.  Pero si nació ayer, importa constatarlo ya desde ahora; nos resulta necesario establecer su acta oficial de nacimiento, he aquí el único fin de este estudio.

No es necesario en absoluto para mis colegas, los meteorólogos, constatar la poca altura de los métodos actuales de previsión; pese al reclamo desenfrenado realizado alrededor de ciertos nombres, insisto en decir que la presión del tiempo que va a hacer no existe prácticamente. Quienes reciben  los despachos de la Oficina Central saben a qué atenerse a este respecto, y desafío a un meteorólogo, no sólo a trazar la curva de la lluvia para el mes que viene en una región determinada, sino de prever simplemente el tiempo que hará mañana.

A esta profesión de fe bien añadida, debo declarar que yo contemplaría como una no menos grosera ilusión  el hecho de creer que estos problemas no se resolverán jamás y descartar todo esbozo de solución, por vago que éste pueda ser.

Entre las numerosas hipótesis que tienen la pretensión de explicar una serie de fenómenos  se encuentra a menudo, si no la verdadera teoría, al menos alguna cosa bastante aproximada. Por tanto, vale la pena  examinar cada una de ellas.

Sería preciso algunos volúmenes para exponer y discutir los métodos preconizados para la previsión del tiempo. En el momento actual aún existen espíritus (y no desprovistos de cultura científica) bastante simples para entregarse a los cálculos más descabellados a fin de descubrir la influencia de Júpiter o de Mercurio sobre los cambios de tiempo. Para la mayoría de los habitantes de nuestro planeta, es nuestro satélite el que determina las variaciones de temperatura, la lluvia, las tormentas, etc… Dejo de lado todas estas elucubraciones fantasiosas para abordar el asunto desde su verdadero modo de ser.

Existen cambios en el Sol que parecen tener una simultaneidad con los cambios constatados en la Tierra. ¿No se trataría más que de una simple coincidencia? Si los cambios solares fuesen la causa de los fenómenos terrestres, tendríamos a partir de ahora principios sobre los cuales se podría establecer una verdadera teoría de las variaciones meteorológicas.

Podría contentarme con aportar los resultados a los cuales se ha llegado en los últimos años. Pero pienso que será particularmente agradable para el lector seguir paso a paso el progreso de la cuestión, que se halla lejos de ser nueva.

Está bien a veces echar una mirada  atrás para asegurarse del camino que llevamos recorrido; parece que así las etapas a franquear se vuelven menor duras.

La idea de aplicar a la previsión del tiempo las manchas del Sol no es de ayer, como podría creerse al recordar el ruido que produjo hace veinte años el Padre Fortín. Apenas que las manchas habían sido descubiertas, Riccioli, en 1651,      anunció que podía existir una coincidencia entre la aparición de estos fenómenos sobre el Sol y las variaciones del tiempo (1). [Blandford: Bengal, Asiat. Soc. Journ., LXV, parte II, 1875, p. 22]  Pero en esta época no había posibilidad de llevarlo adelante. Además, se asimilaron las manchas a asteroides que giraban alrededor del Sol, y las influencias astrales estaban demasiado en boga entonces como para poder soñar en dar a las manchas solares un papel preponderante en los sucesos terrestres.

Con Sir W. Herschel, la cuestión, en 1801, tomó un aspecto más científico: “La primera cosa, dice, que sobresale de las observaciones astronómicas del Sol, es que los períodos de desaparición de las manchas son de mucha mayor duración que los de su aparición. En cuanto a la concordancia de las manchas con el rigor o la suavidad de las estaciones, apenas se necesita señalar que no tenemos nada decisivo sobre ello. Sin embargo, encontramos elementos para resolver el asunto de una manera indirecta, es cierto, en la influencia de los rayos solares sobre la vegetación y el cultivo del trigo en nuestro país. No hay aquí un criterio cierto sobre la cantidad de luz y de calor emitido por el Sol, ya que el precio del trigo representa exactamente la escasez o la abundancia de su producción absoluta en nuestra región”.

“Examinando el período comprendido entre 1650 y 1713, parece probable, según el curso normal del trigo, que se producía una escasez o un defecto temporal  de la vegetación en general cuando el Sol no tenía manchas; estas apariencia serían por tanto los síntomas de una emisión abundante de luz y de calor”.

“A los agricultores y a los botánicos que podrían responderme que el trigo prospera en los climas más fríos y que una distribución apropiada y de humedad y de sequedad tiene probablemente mucha más importancia que la cantidad absoluta de luz y de calor procedente del Sol, les haré observar que estas circunstancias reales de alternancias apropiadas de humedad, de sequedad, de viento, etc., favorables a la vegetación, pueden muy bien depender  de la cantidad de rayos solares que nos son enviados (2). [Phil. Trans., 1801, p. 265.]

Todo esto era menos el resultado de la experiencia que las sublimes intuiciones de las que Herschel hizo prueba en diferentes circunstancias de su carrera de astrónomo y de físico.

No se conocía además en esta época más que el fenómeno de las manchas, y veremos que hay que tener en cuenta elementos mucho más numerosos para poder llegar a algunas conclusiones.

La misma ley que rige las manchas en su aparición sobre la superficie solar y su distribución en latitud había escapado a los astrónomos, y hay que ir hasta 1825 para encontrar alguna indicación al respecto.

Schwabe de Dessau descubrió entonces un ciclo de alrededor de 11 años en los fenómenos solares; Wolf retomó el asunto poco tiempo después.

Veinticinco años más tarde, en 1851, se descubrió la probable relación entre la superficie manchada y la declinación magnética. Lamond, en un artículo de los Poggendorff’s Annalen de diciembre de 1851, muestra un período decenal de las variaciones de la amplitud diurna de la aguja imantada. Como Schwabe acababa de publicar su tabla de frecuencia de las manchas, Sabine fue llevado a indicar la existencia de una correlación entre el Sol y las variaciones de la brújula, en una comunicación a la Royal Society, en mayo de 1852. Lamont y Allan Broun acogieron su trabajo con entusiasmo.

Desde entonces, la idea echó a andar, pese a las rémoras que se encuentran en todos los asuntos. Las líneas telegráficas (3) [Cosmos, Th. Moreux, 1903, nº 981, 982, 693.] son afectadas por el Sol en sus crisis súbitas, y hay una conexión entre las auroras boreales y la actividad solar. Esta conexión entrevista en 1741 por Celsius y Hiorter, en Upsala, se apoya ahora sobre hechos en número considerable. Brevemente, el asunto de las relaciones entre el Sol y el magnetismo terrestre está a partir de ahora definitivamente zanjado. Y, sin embargo, hemos visto a numerosas personalidades sabias buscar bien lejos con ocasión de las últimas perturbaciones magnéticas. ¿No se ha presentado, en los últimos tiempos, un miembro del Instituto, y no de los menores, un astrónomo, para afirmar “que las perturbaciones solares y magnéticas son dos fenómenos que no tienen ninguna relación entre ellos?”

Por sabios que seamos, guardémonos de afirmar algo cuando no lo hemos estudiado. Dejemos a los especialistas la tarea de decidir cuando se trata de fenómenos tan complejos. Hay una evolución en la ciencia de la que hemos de aprehender las grandes líneas si queremos orientar nuestras investigaciones y nuestras conclusiones. Este estudio hará poner el dedo en la llaga esta proposición, por extraña que parezca, y ante el amontonamiento de hechos, a menudo poco significativos tomados en particular, y sepamos, por una intuición siempre al acecho, prever las soluciones que el porvenir demostrará más ampliamente. Falto de haber encarado el asunto mediante una amplia vista de conjunto, M. Faye se ha equivocado desgraciadamente en las relaciones entre el Sol y el magnetismo, y los hechos se han encargado de desmentirle cruelmente. Quienes actualmente niegan una relación entre la Meteorología terrestre y el estado del astro del día serán, antes o después, que se me perdone la expresión, tildados  de la misma manera, y resultará curioso ver a tal o cual sabio que no citaremos, tratar de las perturbaciones periódicas de la atmósfera y decir todo lo contrario de lo que ha escrito últimamente.

Pero dejemos esta digresión y volvamos a los progresos de la Física solar en el siglo XIX.

Fraunhofer, en 1814, por sus bellos descubrimientos en espectroscopia, y, más tarde Kirchoff, Bunsen, Ángstrom, Stokes, Balfour-Stewart, con los perfeccionamientos que aportaron desde el punto de vista práctico y teórico al análisis espectral, hicieron posible el estudio de la superficie solar.

La química solar, de la que nada no se sospechaba unos años atrás, tomó las dimensiones de una verdadera ciencia. Se descubrió la naturaleza de la radiación solar producido por la incandescencia de vapores metálicos en la atmósfera del Sol. Se demostró que por encima de la superficie de la fotosfera se extiende toda una región absobante más fría que la subyacente, pero a temperatura sin embargo bastante elevada para que el hierro y buen número de otros metales no puedan subsistir sino en estado vapor.

En 1865, en el Observatorio de Kiev, se emprendieron observaciones continuadas con el fin de determinar de una manera más precisa la periodicidad exacta de los fenómenos solares, y Warren de la Rue aplicó la fotografía a estas investigaciones.

En 1866, nuevos progresos: se observa directamente el Sol con la ayuda de un espectroscopio de ranura, y pronto M. Lockyer, a quien debemos buen número de detalles contenidos en este estudio, pudo observar el espectro aislado de las manchas. Este espectro difiere en ciertos puntos del de la fotosfera, y ciertas rayas aparecen muy alargadas (4).  [Lockyer: Proc. Roy. Soc., 11 oct. 1866.]

En 1867, Baxendell retomó la cuestión de la posible relación entre la superficie manchada y las temperaturas terrestres. Si establecemos la relación entre la diferencia de la temperatura máxima media de la radiación solar y la temperatura máxima media de una parte, y la diferencia de la temperatura media del aire y de la evaporación por otra parte, encontramos un número que está ligado en sus cambios anuales con el número de las manchas (5). [Memoirs of the Manchester Lit. and Phil. Soc.,serie, vol. IV, pp. 128 y sig.]

La cuestión, tal como dijimos al comienzo de este estudio, no es precisamente nueva, y estaría bien levantar acta aquí de quienes lanzaron la idea por primera vez.

En 1868, M. M. Lockyer y Janssen descubrieron un nuevo método para el examen de las protuberancias, visibles hasta entonces sólo en el momento de los eclipses.  Se pudo estudiar más fácilmente la cromosfera, y el análisis mostró que estaba compuesta, sobre todo, de hidrógeno y de una nueva sustancia a la que se dio en nombre de helio (6). [Lockyer: Proc. Roy. Soc., 20 oct. 1868.]

A partir de esta época, la simultaneidad de los cambios solares y terrestres tomó una extensión considerable.

Gracias a la espectroscopia aplicada a las manchas y a las protuberancias, se pudo sospechar la presencia de grandes cambios en la temperatura solar en diferentes regiones, y desde entonces, la posibilidad de una inconstancia en la radiación. De ahí a imaginar una correspondencia entre los cambios solares y un ciclo periódico de variaciones atmosférias terrestres, no había más que un paso. La declinación del Sol, al variar con la época del año y producir así las estaciones,  no era por tanto el único factor de la climatología de una región.

Además, en 1869, M. Janssen demostró que, por una disposición del espectroscopio, se podía llegar a dar cuenta  incluso de las protuberancias  proyectadas sobre  la superficie solar. Se exploró así no solamente el contorno del disco, sino todo el hemisferio visible del astro (7). [Janssen: Comptes rendus, vol. LXVIII (1869).]

Unos años atrás, se había encontrado que la reacción de estos cambios solares sobre la Tierra no era tan limitada como se imaginaba. Esta idea tomó cuerpo definitivamente con los trabajos del Dr. Stone, del Observatorio Real de Cabo de Buena Esperanza, de Piazzi Smith (Observatorio de Edimburgo) y los de otros hacia los años 1870 y 1871. Por su parte, el Dr. Meldrum, el  bien conocido meteorólogo, diretor del Observatorio de Isla Mauricio (llamado despés Royal Alfred Observatory), aportó la contribución más seria a este estudio.

Hizo observar que el número de restos traídos por el mar en el puerto de Mauricio, provenientes de los naufragios, así como el número de ciclones observados en el Océano Índico, estaban ligados al número de manchas del Sol hasta tal punto que la estadística de unos permitía determinar la cantidad de los últimos fenómenos.

Es cierto que el Dr. Meldrum estaba, por así decirlo, en un lugar de privilegio para estuadiar esta relación de la Meteorología terrestre con la variación solar, porque Isla Mauricio se halla situada en las regiones tropicales, y es allá, sin ninguna duda, donde las influencias solares están menos perturbadas.

El número de ciclones es casi función del número de manchas, y Medrum nos ha dado la siguiente tabla:

 

1847-51 Años caracterizados por el número de ciclones (Máximo Sol 1848,1)

1852-57                                      una calma relativa        (Mínimo Sol 1856,0)

 1858-65                           la frecuencia de ciclones        (Máximo Sol 1860,1)

         1864-68                               una disminución               (Mínimo Sol 1867,2)

1869-72                                un gran aumento                (Máximo Sol 1870,6)

 

Se puede ver que los años corresponden con las épocas de máximo y de mínimo de manchas, y verdaderamente hay más que una coincidencia fortuita, concluye con razón el Dr. Meldrum. El número de naufragios, añade el autor, durante estos períodos, indica un orden de frecuencia siguiendo la misma ley (8). [Nature, 1872, vol. VI, p. 357.]

Poey, casi en la misma época, hacía investigaciones sobre el estado ciclónico en las Indias occidentales y encontró que el mayor número de años de máximo de tormentas recae siempre entre seis meses a dos años después de los años de máximo de manchas. Sobre 12 máximos de tormentas, 10 coinciden con estos períodos de máximo de manchas; de 5 de mínimo de tormentas, 5 coinciden con mínimos de manchas (9). [Comptes rendus, 24 nov. 1873, p. 1222.] Se ve por tanto que los resultados son generales tanto para las Indias orientales como las occidentales.

En 1874, M. Lockyer descubre un ciclo de lluvia correspondiente a las manchas solares (10). [Solar Physics, Lockyer, 1874, p. 425.] Le cedemos la palabra para que nos explique la génesis de su descubrimiento:

“Cuando me preparaba para partir para las Indias con el fin de observar un eclipse, M. Fergusson, el editor de Ceylan Observer, de paso por Londres, me puso al tanto de que todo el mundo en Ceilán tenía conocimiento de un ciclo de unos 13 años más o menos en la intensidad del monzón, que la lluvia y la estación nubosa eran mucho más intensas cada 13 años. Pensando que había aquí un fenómeno dependiente del Sol, le dije: ¿Está seguro de este ciclo vuelve cada 13 años? ¿No será más bien cada 11 años?, y añadí como razón para apoyarme que el período de las manchas era de unos 11 años y que este período debía hacerse sentir en los climas de los trópicos, clima regular donde los haya. Pude constatar a continuación que el período en Ceilán era realmente de 11 años, con 5 o 6 años de sequedad alternando con 5 o 6 años de humedad; y que, además, se había reconocido un período más largo de alrededor de 33 años”.

M. Meldrum, tras haber estudiado los ciclones, pasó a los fenómenos de las lluvias, y a los que siempre las acompañan. El estudio de las lluvias en Port-Louis, Brisbane y Adelaida, condujo a conclusiones análogas. A su regreso de las Indias, M. Lockyer examinó las estadísticas de Madrás y del Cabo, que aportaron serias confirmaciones a las ideas del Dr. Meldrum; a continuación de su estudio, el astrónomo inglés le escribió estas líneas impregnadas del buen sentido, tan necesario en los hombres de ciencia:

“Se necesita, en Meteorología, como en Astronomía, buscar un ciclo cualquiera; si no se encuentra en una zona templada, búsquese en las glaciales o en la zona tórrida, y cuando se lo haya encontrado, aísleselo completamente, estúdieselo, y mírese cómo se comporta. Si no se encuentra nada, déjeselo por un tiempo solamente y aprovéchese el respiro para aumentar los conocimientos físicos, tal como lo ha recomendado siempre el Dr. Balfour-Stewart. Pero, por favor, no dejéis en absoluto el observatorio meteorológico de Kiev antes de haber ensayado la aplicación de estos métodos, sin los cuales no se sabría hacer nada a derechas” (11). [Solar Physics, Lockyer, 1874, p. 424-5.]

No resulta dudoso que el Dr. Meldrum haya descubierto  en Meteorología un verdadero ciclo muy importante, análogo en muchos puntos al Período de los Saros para los eclipses. Los antiguos ignoraban las razones de los Saros, como nosotros mismos ignoramos, en la época de la que hablaba el Dr. Meldrum, las relaciones entre el Sol y la Tierra.

Hoy día, estamos un poco más adelantados, y es preciso, o ignorar el asunto, o tener una venda en los ojos para no admitir esta relación; pero, ¿cuál es su verdadera naturaleza? That is the question!

“Para  descubrirla, necesitamos obtener un conocimiento exacto de las corrientes solares y al mismo tiempo un conocimiento no menos exacto de las corrientes terrestres. La primera exige los esfuerzos reunidos de la fotografía y del análisis espectral, la segunda exige el empleo de la Meteorología como ciencia física, y no una simple colección de estadísticas de la temperatura. Cuando estas dos condiciones se hayan realizado –pese a ciertos meteorólogos que se esfuerzan en hacer lo contrario-,  tendremos una ciencia de la Meteorología asentada sobre una base sólida, la Meteorología del porvenir. (12) [Solar Physics, Lockyer, 1874.]

En esta época, la autoridades indias comprendían perfectamente la importancia de estas investigaciones. La India está en los trópicos, y sus habitantes depende casi por completo de las bienhechoras lluvias que parecen estar ligadas a la acción solar. Además, la India tenía entonces en germen una de las mejores organizaciones meteorológicas que fue posible establecer sobre la superficie de nuestro planeta.

“Como estaba en la India en 1872 -dice aún Sir Lockyer-, Lord Mayo, entonces virrey, me hizo el honor de proponerme elegir en Simila el emplazamiento de un Observatorio de física solar ya proyectado en esta época. ¡Hace ya de esto treinta años! Desgraciadamente, yo era secretario del Duque de la Comisión de Devonshire, que ocupaba entonces, y no podía dejarlo, ni en consecuencia soñar con vivir en las Indias; el plan que fue presentado entonces a las autoridades indias –plan a la vez grandioso y extravagante- no pudo llevarse a cabo”.

En 1873, la idea de una posible relación entre los cambios solares y magnéticos tomó tal importancia, que el Departamento magnético y meteorológico del Royal Observatory, en Greenwich, establecido en 1838, recibió un anexo importante. Un fotoheliógrafo fue instalado para continuar el registro fotográfico cotidiano de la superficie del Sol, empezado en Kiev en 1865.

En el mismo año, Koppen  encontró que la temperatura máxima llega en los años de mínimo de manchas, y vice versa; los años  que tienen muchas manchas son años fríos (13). [W. Koppen: Uber mehrjahrige Perioden der Witterung(Zeitsschrift. F. Meteorologie), Bd. VIII, 1873, pp. 241-248 y 257-268.]

Es muy importante, para establecer  una relación entre la temperatura en la superficie de la Tierra y en la superficie manchada del Sol, señalar que la curva de temperatura (número medio para la Tierra entera) y el del que representa la superficie manchada del Sol, sean idénticos en todas sus irregularidades. Sin embargo, las observaciones son concluyentes, sobre todo para los trópicos.

En estas regiones, durante el año que precede al minimum de las manchas, la temperatura es 0,41º más elevada que la media. Durante el año que precede al maximum de las manchas, la temperatura es de 0,32ª por debajo de la media. La variación, por tanto, es de 0,73º (14) . [En 1902, M. Nordmann (Rev. Gén. Des Sc., 1902, p. 381) volvió sobre estos hechos y mostró, por medio de nuevas observaciones y de estadísticas demasiado incompletas para conducir a conclusiones legítimas, que la temperatura seguía la curva a la inversa de las manchas. El autor concluía con una disminución de calor solar para la época del maximum. Estas conclusiones falsas sobrepasan en mucho las premisas, como veremos a continuación.]

Desde esta época, las observaciones espectroscópicas de los cambios solares han probado que el Sol estaba más caliente cuando más manchas tenía, destruyendo así la vieja idea de que las manchas actúan como pantallas reductoras  de la radiación.

El resultado de Koppen era una paradoja, y esto fue lo que hizo Blanford, que se encarga de la explicación:

“Las temperaturas empleadas por el profesor Koppen son de la capa inferior de la atmósfera en las estaciones continentales y deben ser dteerminadas no por la cantidad de calor que recae sobre el exterior del planeta,  sino por el que penetra hasta la superficie de la tierra, principalmente hasta la superficie continental del globo. Ahora bien, la mayor parte de la superficie de la tierra, al estar recubierta de agua, el efecto principal inmediato del aumento del calor debe ser el aumento de la evaporación, y, en consecuencia, como resultado, las nubes y la lluvia. Pero una atmósfera nubosa intercepta la mayor parte del calor solar, y la reevaporación de la lluvia caída disminuye  la temperatura de la superficie donde se produce la evaporación y la de la capa de aire que está en contacto con ella.  El calor liberado por la condensación de las nubes  aumenta ciertamente la temperatura del aire a la altura de la capa nubosa; pero tenemos al mismo tiempo dos causas en acción, tendentes igualmente a disminuir la temperatura de la capa inferior. Como consecuencia, puede esperarse que un aumento en la formación de vapor, y, en consecuencia, de lluvia, resultantes de un aumento de la radiación, coincida con una baja temperatura del aire en la superficie de la tierra (15). [Blanford: Bengal, Asiat. Soc. Journ., 1875. Nature, 23 abril 1891, vol. XLIII, p. 583.]

En 1875, M. Chambers, director del Observatorio de Bombay, advirtió que la variación de la presión atmosférica media anual mostraba una periodicidad correspondiente a la duración del período undecenal de las manchas.

En esta época se había comprendido la importancia de la cuestión y sobre todo se tomaron medidas para organizar una vasta red de observaciones meteorológicas. Por otra parte, se preocuparon de los cambios solares que los últimos hechos habían puesto en evidencia. En Inglaterra, se nombraron Comisiones  que, todas ellas, concluyeron en el establecimiento de un Observatorio consagrado a la Física solar.  Tiene todo el interés del mundo  referir aquí mismo la manera en la que se expresa en su Memoria la British Association, solicitando al Gobierno inglés la creación de un nuevo organismo. “Para un gran número de sabios, dice la citada Memoria, hay una relación más o menos íntima entre el estado de la superficie solar y la meteorología terrestre. Investigaciones recientes han conducido a diferentes personas a la conclusión que hay una semejanza entre el período de las manchas, los de las hambrunas en la India y los ciclones en el Océano Índico”.

El resultado de este llamamiento no se hizo esperar mucho tiempo. El Observatorio de Kensington, que tan admirablemente y con tato celo dirige M. Lockyer, es muy utilizado actualmente para el género de solicitaciones para el que se creó; pero los observatorios del hemisferio boreal, y en particular los de Europa, no alcanzan para cumplir la tarea debido a los tiempos con cielo cubierto que impiden la observación diaria del Sol. Desde Inglaterra, siempre por delante cuando se trata de grandes proyectos científicos, se ha decidido por tanto el establecimiento de diferentes Observatorios  que fotografían el Sol cada vez que resulta posible, los cuales envían sus observaciones a South Kensington, donde sirven para completar las de Greenwich. Allí, se reducen de manera que  continúen las observaciones empezadas en 1873 y que deben seguir a las de Kiev. De este tipo son los Observatorios tropicales de la India, del Cabo y de Isla Mauricio.

La cifra de observaciones diarias, que se elevaba al número máximo de 171 (año 1877), fue más que doblada debido a este hecho, y, por no citar más que algunos ejemplos, daremos los resultados obtenidos de 1889 a 1893. “En 1899 tenemos fotografías, dice M. Lockyer, para todos los días del año, menos 5; en 1890 para todos los días menos 4; en 1891 para todos los días, menos 2”. Con observaciones tan completas, el estudio de la física solar debería hacer enormes progresos.

En 1878, M. Chmbers retomó el asunto de las variaciones barométricas en las Indias. Encontró una gran semejanza en la pregresión de la presión barométrica y la de las manchas de un año a otro. Además, la curva barométrica queda por detrás de la de las manchas, sobre todo durante los años de maximum de las manchas, y de una manera general hay:

 

Una baja presión hacia la época de maximum de las manchas:

Una baja presión hacia la época del minimum.

 

Podemos por tanto concluir que el Sol es más caliente hacia la época en la que las manchas están en un maximum. Añadía que estos resultados  parecen en armonía con las variaciones decenales de la lluvia en las Indias y explicar la variación inversa (comparada con las manchas) de la lluvia invernal de la India septentrional.

El Dr. Allan Broun, en una discusión sobre los datos barométricos  de la India, encuentra igualmente que los años de mayor y de menor presión son probablemente los mismos para la India entera y que, en consecuencia, la relación establecida por M. Chambers para Bombay es verdadera para toda la India (16). [Nature, vol. XIX, p. 6.]

Pasemos ahora a la lluvia. El Dr. Meldrum, retomando sus estudios sobre la lluvia, encuentra que “hay una remarcable coincidencia entre la variación de la lluvia y la de las manchas en Edimburgo, mucho más notoria que en Madrás. Los años de maximum y de minimum de lluvia y de manchas, para los ciclos medios, coinciden y, sobre todo, hay  una degradación regular del minimum al maximum y del maximum al minimum vecino“(17). [Nature, vol. XVIII, p. 565.]

El minimum de lluvia llega en promedio el año que precede inmediatamente al año de minimum de manchas.

Los resultados de estas investigaciones muestran que la lluvia de cincuenta y cuatro estaciones en Gran Bretaña, de 1824 a 1867, era de 19 milímetros por debajo de la media cuando las manchas estaban en el minimum, y de 22,8 milímetros por encima de la media cuando las manchas estaban en un máximo.

Para las treinta y cuatro estaciones de América, los números correspondientes eran 23,8 mm y 28,7 mm.

En el informe del Departamento meteorológico del Gobierno de la India, publicado este año (1878), se encuentra la siguiente alusión a la acción solar:

“He aquí las principales conclusiones que la Meteorología de la India para los años 1877-1878 parece alumbrar, sino imponer:

“Hay una tendencia en los períodos de minimum de manchas a un aumento excesivo y prolongado de la presión sobre la India, a un desarrollo inacostumbrado de las lluvias invenales y a la producción de enormes caídas de nieve sobre la región del Himalaya… todo ello parece estar igualmente acompañado por un débil monzón del Sudoeste”.

En 1880, la relación de las hambrunas indias y del barómetro fue tratado a fondo por primera vez por M. F. Chambers, el informador de la Meteorología para la India occidental (18). [Nature, vol. XXIII, p. 109.] Concluía en su estudio que hay una relación íntima entre las variaciones de las manchas, de la presión barométrica y de la lluvia, y como en general las hambrunas vienen de la mano de la falta de agua, es probable que puedan añadirse a la lista precedente de los fenómenos conectados.

Estudiando primero las variaciones anormales diarias observadas en diferentes estaciones en la India occidental, se encontró que cuando el tiempo sobre el que se extiende una fluctuación barométrica anormal se hacía más y más largo, la extensión de la fluctuación se volvía más y más uniforme en las diversas estaciones. La conclusión se imponía: Las variaciones anormales de larga duración afectan una gran superficie. Para probarlo,  se compararon las  condiciones en Bombay con las de Batavia, y los resultados mostraron una sorprendente coincidencia, las curvas obtenidas para las dos localidades eran de forma casi idéntica, pero con esta diferencia remarcable de que la curva de Batavia se retrasaba continuadamente alrededor de un mes respecto a la de Bombay.

Resultados similares fueron obtenidos a continuación para otras estaciones: Santa Elena, Mauricio, Madrás, Calcuta y Zi-ka-wei. Comparando las curvas obtenidas para estas diferentes localidades, aunque se observa una muy grande semejanza de forma entre todas ellas, se encuentra también una prueba evidente de falta de simultaneidad en los movimientos barométricos en las distintas estaciones, y, por regla general, los cambios tienen lugar en las estaciones occidentales varios meses antes que en las estaciones orientales.

Todos estos hechos  hicieron suponer a M. Chambers que largas ondas atmosféricas (si así se las puede llamar) viajan muy lentamente y con una velocidad variable alrededor de la Tierra, del Oeste hacia el Este, como los ciclones de las latitudes extra-tropicales.

En cuanto a las hambrunas, señala que, al comparar las fechas de todas las grandes habidas en la India desde 1841, son general e inmediatamente precedidas por ondas de alta presión barométrica. Supone por tanto que se podría predecir la aproximación de las hambrunas de dos maneras:

1º Por observaciones regulares de la superficie manchada del Sol y por rápidas reducciones de las observaciones, obteniendo por adelantado el anuncio de los cambios de corrientes sobre el Sol;

2º Por medio de observaciones barométricas en estaciones muy alejadas en longitud unas de otras , y las rápidas comunicaciones de los resultados a las estaciones situadas hacia el Este.

En el mismo año, el Dr. H. F. Blanford descubrió que, “entre Rusia y Siberia occidental por un lado, y la región indomalaya por otro, hay una oscilación recíproca y cíclica de la presión barométrica, de tal modo que la presión es máxima en Siberia occidental y Rusia hacia la época del maximum de las manchas, y en la región indomalaya en la época del minimum de manchas” (19). [Nature, vol. XXI, p. 480.]

Hasta 1881, se creía generalmente que había una gran diferencia  entre  las condiciones meteorológicas en el maximum y en el minimum de la curva de las manchas, pero las series más numerosas y más exactas de las observaciones posibles en este año de 1881 revelaron a Meldrum “oscilaciones extremas de cambios climatéricos en diferentes lugares en las sinuosidades de las curvas que representan el aumento o la disminución de la actividad solar”.

Este era un punto de vista nuevo y un progreso muy importante. Se había considerado no solamente el maximum, sino al mismo tiempo el maximum y el minimum (20). [Relations of Weather and Mortality. The Climatic Effect of Forests.]

A propósito de estos cambios de presión, Blanford escribía la frase siguiente:

“Entre las variaciones mejor establecidas en la Meteorología terrestre que se conforman al ciclo de las manchas se encuentran las variaciones de los ciclones tropicales y de la lluvia sobre el globo entero; ambas suponen una variación correspondiente en la evaporación y la condensación del vapor. Además, la variación de presión de la que nos ocupamos tiene evidentemente su asiento en las capas más elevadas de la atmósfera (probablemente aquellas donde se forman las nubes). Esto no sólo está demostrado en el caso presente por el exceso relativo de presión observada en las estaciones de montaña comparadas con las de las estaciones de las llanuras, sino porque sigue también una ley general según el hecho establecido por Gautier y Koppen, a saber, que la temperatura de la capa más baja varia de un modo contrario a la variación de presión observada. Es por tanto razonable suponer que el agente principal, en la producción de la reducción observada de la presión en la época del máximo de manchas, es la formación y la ascensión más abundante  de vapor que puede actuar de tres maneras diferentes. Primeramente, desplazando el aire, cuya densidad es 3/8 más grande; en segundo lugar liberando calor latente en su condensación; y en tercero, haciendo nacer corrientes ascendentes y reduciendo así dinámicamente la presión de la atmósfera en general. El primero y el segundo de estos medios no reducen directamente la presión, sino solamente la densidad de la capa de aire en tanto aumenta de volumen. En consecuencia, para que el efecto observado se produzca, es necesario que una parte de la atmósfera superior sea alejado; esta parte irá necesariamente hacia las regiones  en las que la producción de vapor resulta mínima, es decir, hacia las zonas polares y las de temperatura más fría, y más especialmente aquellas en las que una superficie continental fría y árida irradia rápidamente bajo un cielo de invierno. Esto es lo que sucede en la gran llanura septentrional de Rusia de Europa y en Siberia occidental al Norte de Altay (21). [Nature, vol. XXI, p. 482.]

En 1886, M. Lockyer recogió los primeros frutos de las observaciones de las líneas alargadas en las manchas, estudiadas bajo un plan bien definido desde 1879. Los cambios, que se producían escalonados de un minimum a un maximum de las manchas, e incluso un poco más allá,  fueron al fin registrados. Cambios muy marcados mostraban una gran variación en la química  de las manchas en estas épocas. En el minimum, las líneas alargadas eran sobre todo las del hierro y otros metales, pero en el maximum las líneas alargadas fueron clasificadas como “desconocidas”, ya que no se las pudo relacionar con ninguno de los espectros de los elementos terrestres. Era razonable, en consecuencia, suponer que el Sol no solamente estaba más caliente en el maximum, sino que lo estaba suficientemente para disociar los vapores de hierro (22). [Proced. Roy. Soc., 1886, p. 353.]

En 1891, M. Hale logró fotografiar regularmente las protuberancias en la superficie del Sol. Esto era un complemento más para la teoría de los cambios simultáneos solares y terrestres.

En cuanto a la relación entre las temperaturas terrestres y las manchas, no hay nada definitivamente concluyente. Las curvas, en efecto, a veces son paralelas, a veces son inversas. Esto, según mis propios trabajos, vendría en primer lugar de un asunto de latitud, después por una cuestión de temperatura solar más o menos alta.

En el Ecuador, en efecto, la curva de las temperaturas está siempre invertida, tal como Koppen lo demostró en 1873.

El año anterior, el profesor Edouard Brückner, de Berna, suscitó en Viena una discusión  muy interesante y profunda a partir de una gran cantidad de documentos relativos al clima de Europa occidental (23). [Die Klimaschwankungen seit 1700 (Las oscilaciones del clima desde 1700, en Geographische Abhandlungen, Viena, 1890. M. de Lapparent me ha proporcionado un resumen en el Correspondiente (1904), “La pluie et le Beau Temps.] Había reconocido que este clima se halla sujeto a alternancias que llevan más o menos a las mismas circunstancias cada 30 o 35 años. Además,  este ciclo se divide en dos períodos iguales, cada uno de 15 a 17 años, en uno las características son la sequedad y el calor, en el otro domina en promedio el frío y la humedad.

Para llegar a estos resultados, M. Brückner recogió primero todas las observaciones realizadas desde 1800 sobre la temperatura y las lluvias. Así, reconoció que se había producido una sucesión de tres fases frías, la primera de 1806 a 1820, la segunda de 1836 a 1850, y la tercera de 1871 a 1885. Entre estos períodos fríos se intercalaron dos períodos calientes, uno de 1821 a 1835, el otro de 1851 a 1870.

La distribución de las lluvias sufría fases análogas que concordaban de un modo macado con oscilaciones  de la temperatura: tres períodos húmedos correspondientes a los tres períodos de disminución de las temperaturas, de 1806 a 1825, 1841 a 1855 y de 1871 a 1885, entre los cuales se encuentran dos períodos secos, de 1826 a 1840 y de 1851 a 1870.

Así, las duraciones  de los ciclos varían de 30 a 35 años, en el período que abarca de 1800 a 1890. Hagamos notar de pasada que los datos acumulados durante este lapso de cerca  de un siglo son muy serios y forman una base científica perfectamente segura.

 M. Brückner quiso una nueva confirmación de estos períodos de sequía y de humedad. Es bien evidente que, si sobre la Tierra cae una mayor cantidad de agua, el nivel de los ríos, y, sobre todo, de los lagos, debe aumentar de una manera apreciable, mientras que durante los períodos secos este nivel debe disminuir.

Ahora bien, se encuentra justamente que las grandes crecidas de los lagos de Europa  durante el siglo XIX se produjeron en el trasncurso de los años 1820, 1850 y 1880, en consecuencia, a intervalos de treinta años exactamente y en fechas correspondientes en los últimos años de los períodos húmedos y de baja temperatura.

Por el contrario, los niveles más deprimidos fueron observados en 1835 y 1865, justo en medio de los intervalos correspondientes.

Así, las variaciones de los lagos indicaban una periodicidad por completo comparable a la de los elementos del clima y entre los diversos órdenes de los ciclos se observaba una coincidencia muy satisfactoria.

Pero, ¿era posible llevar más lejos las investigaciones y encontrar la misma periodicidad en los siglos precedentes, por ejemplo? Seguramente no hace falta soñar para obtener para este lapso de tiempo datos tan ciertos sobre la temperatura y la lluvia. Sin embargo, las variaciones del nivel de los lagos debía aportar indicaciones suficientemente serias. En los años lluviosos, en efecto, la capa lacustre debe recibir una mayor aportación de los ríos que la alimentan, y, en consecuencia, el nivel del lago debe aumentar. Lo contrario se produce durante los períodos secos.

Ahora bien, tal estado de las cosas  no puede dejar de ser constatado por los ribereños. Como lo señala M. de Lapparent, “no es algo indiferente para las poblaciones del entorno que el nivel de un lago como el Neuchàtel, cuyos bordes se hallan poco elevados, aumentan o disminuyen. En consecuencia, grandes extensiones de tierra resultan inundadas o secas. Estas variaciones dan grandes quebraderos de cabeza a los ribereños.  O bien la comunidad es llevada a tomar medidas especiales o se emprenden medidas que se traducen en procesos, y de todo ellos los archivos locales están forzados a guardar memoria.

M. Brückner  pudo así reconocer que la mayor altura del agua de los lagos había tenido lugar en 1700, 1740, 1780, 1820, es decir, a intervalos de 40 años. Por otra parte, parece que los períodos húmedos se hicieron sentir de 1691 a 1715, de 1736 a 1755, de 1771 a 1780.

Las aguas más bajas, por el contrario, se produjeron en 1720, 1760 y 1800, correspondiendo a períodos secos que iban de 1716 a 1735, de 1756 a 1770, y de 1781 a 1805.

Así, aparecía de nuevo una oscilación periódica de una duración de 30 a 40 años. Esto era la confirmación de conclusiones basadas en observaciones del siglo XIX.

Finalmente, M. Brückner, remontando aún más la historia, llegó a las constataciones siguientes: “Del año 1020 a 1390, se pueden contar veinte recurrencias de las mismas circunstancias excepcionales, y estas recurrencias están separadas por intervalos que varían de veinticinco a cincuenta años, siendo la media de 34 años y medio. De 1391 a 1590, la consideración  de las vendimias y de los grandes inviernos hizo sobresalir 12 recurrencias, con intervalo medio de 33 años y medio. En fin, de 1591 a 1690, la historia combinada de los lagos y de las circunstancias agrícolas proporcionó para el intervalo de recurrencias las cifras sucesivas de 20, 20, 35, 35, 30 y 40 años, es decir, una media de 30 años”

Puede verse que la duración de los períodos varía bastante, pero estas diferencias se atenúan si se agrupan las oscilaciones por series de cinco consecutivas. Se encuentran así intervalos medios de 35 años.

Desde hace cerca de mil años, el clima de Europa occidental parece por tanto experimentar oscilaciones de una duración media de 30 a 35 años, dividiéndose en dos mitades, una más particularmente húmeda y fría, otra más bien seca y cálida.

Brückner buscó la razón en la influencia ejercida por el Sol sobre la Tierra, señalando que este período de 35 años corresponde aproximadamente a tres períodos undecenales de las manchas. De todos modos, no logró descubrir en la actividad solar una período de la misma duración, como veremos más adelante, de modo que sus conclusiones sobre la causa del ciclo climatérico que lleva   su nombre no parecieron de salida muy ciertas.

Además, el ciclo de Brückner  no se verifica más que en Europa occidental y en las proximidades del mar del Norte; por ello no tiene valor en Asia, donde las variaciones del lago Aral, según M. Voeikof, siguen otro régimen. Esto se concibe fácilmente si se piensa en todos los factores que juegan un papel en la composición del clima sobre nuestras latitudes.

Los climas tropicales son mucho más regulares, hasta tal punto que las fluctuaciones solares se hacen sentir en sus menores detalles. En 1893, M. González, director del Observatorio de Bogotá, hizo una  profunda estadística de las épocas secas y lluviosas en la región de los trópicos, remontándose tan atrás como se lo permitieron los datos recogidos. Desde que se observan las manchas, es decir, desde al año 1610, las épocas secas se agrupan alrededor de los años de mínimo de manchas, y los períodos lluviosos, al contrario, alrededor de los máximos. Desde hace muchos años, este astrónomo  viene verificando experimentalmente esta teoría (24). [La actividad solar y la previsión del tiempo, por M. González, 15 enero 1893. Instituto de Colombia. Ver también Cosmos, año 1901: La loi des grandes écarts thermiques (Abbé Th. Moreux), nº 835, 837, 839, 840.]

En 1894, M. Savélief publicó sus bellos trabajos sobre la constante solar, emprendidos en los años 1891, 1892 y siguientes. Se admitía aún de una manera general, pese a los hechos en contra, que la radiación no variaba en intensidad. M. Savélief, retomando los trabajos ya citados, concluía una relación entre la radiación y la superficie manchada, la primera aumentando al mismo tiempo que la segunda; la concordancia de los resultados, dice, permite admitir con gran probabilidad que la intensidad calorífica de la radiación solar aumenta con la actividad de los fenómenos que se producen la superficie del Sol, estando ésta caracterizada por el incremento en el número de manchas. Pronto veremos que el análisis espectral ratificó plenamente las observaciones y las conclusiones del astrónomo ruso. Hacía ya veinte años que el Padre Secchi, del Colegio Romano, había manifestado esta idea de una variación de la radiación en la superficie del Sol, las regiones más calientes afectado sobre todo al Ecuador solar, y, cosa extraña en tanto que paradójica, todo tendía a probar que el calor aumentaba a medida que aumentaba el número de manchas. Se admitía entonces que las manchas eran regiones frías.

En 1895 retomé el asunto de las temperaturas terrestres y las manchas. Si las manchas indican una sobreactividad del Sol desde el punto de vista calorífico y luminoso, el efecto sobre la Tierra debe estar enmascarado en parte por la evaporación, que genera frío. Resulta por tanto necesario, para estudiar el fenómeno, hacer nuestras observaciones en los meses del año en que la evaporación es menos intensa. La experiencia prueba que es en invierno cuando la temperatura terrestre concuerda mejor con la curva de las manchas. Durante el primer semestre de 1895 la curva de las manchas sigue, en unos días después, la de las temperaturas.

Durante los años en los que el Sol no presenta una gran actividad, es decir, fuera de los máximos absolutos, la teoría parece verificarse.

De  1872 a 1900, por ejemplo, la curva de las manchas  y la de las temperaturas terrestres son paralelas. Pero “tal vez resultaría imprudente, dijimos en 1901 (25) [V. Cosmos, 1901, nº 840.] tal como lo hemos mostrado distintas veces, establecer una coincidencia exacta entre  las subidas de temperatura y la aparición de las manchas”. De hecho, actualmente, y desde 1900, el paralelismo ya no existe para nuestras regiones.

De 1880 a 1900, el paralelismo entre las curvas de las manchas, las de producción de trigo en el mundo (y en Francia en particular), así como la de uva, aún existía, como  lo he demostrado más tarde.

En 1900 puse en marcha una nueva teoría de las manchas, la teoría hipertérmica. Era esta una explicación racional dada por primera vez para estas formaciones enigmáticas. Mostré que era necesario tomar las antiguas teorías  al revés, las manchas, en lugar de ser frías, eran regiones más bien sobrecalentadas.

Los gases calientes son sombríos  y emiten radiaciones tanto más violetas según el calor aumenta. Esto es lo que sucede en el Sol. Una experiencia que todo el mundo puede repetir nos va a permitir la comprensión del mecanismo de las manchas.

Tomemos un infiernillo de gas; ¿por qué la luz de este calentador es tan escasa, de un azul pálido? El gas de alumbrado, al quemarse, emite más bien una luz amarillenta, como la del mechero con mariposa. Ello es debido a que contiene partículas sólidas de carbono llevadas a la incandescencia; ilumina, pero apenas calienta.

Activemos la combustión, insuflando una corriente de aire en la masa, como en el soplete, el mechero Bunsen de los laboratorios y os hornos de cocina; inmediatamente las partículas sólidas son volatilizadas, reducidas al estado gaseoso, la radiación es suprimida; el gas calienta mucho, pero ya no ilumina.

Si alimentados el hornillo con oxígeno en vez de aire, obtenemos una llama de alta temperatura, pero invisible, resultado lógico aunque paradójico a primera vista.

La condensación del Sol, que se hace por intermitencias, precipita los gases exteriores de la corona solar sobre el medio caliente de la fotosfera, y el gas completamente quemado se vuelve sombrío; toda radiación externa queda suprimida.

Las manchas testimonian por tanto un aumento de la actividad del Sol; cuando se vuelvan más raras sobre su superficie, la hora del fin habrá sonado para ellas.

Mis hipótesis en esta época estaban apoyadas, sobre todo, en inducciones concordantes con el resto de mi teoría del Sol (26). [Comptes rendus. Note sur les taches solaires, Th. Moreux, 25 junio 1900. Ver también el Problème solaire, del mismo autor. Paris, Thomas, edit.  (1900).]

El tiempo no tardó en confirmarlas; poco después, Sir N. Lockyer mostraba que las líneas alargadas del especto de las manchas llegaba normalmente con la época de maximum o de minimum. En los períodos de maximum o de minimum, aparecían líneas desconocidas, indicando así que la química solar estaba sometida a alternativas de temperaturas más o menos elevadas. A medida que el Sol se enfriaba, todo volvía al orden, y las líneas conocidas, como las del hierro, por ejemplo, aparecían de nuevo. Construyendo dos curvas, una para las líneas del hierro, otra para las desconocidas, se constataba una variación inversa, y superponiendo las dos curvas, se obtenía un punto de crecimiento correspondiente evidentemente a la época en la que el Sol tenía una temperatura media.

Las manchas se constituían por tanto en un fenómeno accesorio. Lo que había que considerar sobre todo en el Sol, era su estado térmico, ofreciendo tres estadios bien marcados:

Una temperatura máxima en las épocas de gran actividad;

Una temperatura mínima en las épocas de minimum;

Una temperatura media se manifestaba a mitad de camino del maximum o del minimum siguiente.

Ahora bien, al comparar estas verdaderas “pulsaciones de calor” con las pulsaciones de la lluvia en las Indias, la concordancia resultó sorprendente. Incluso, por un estudio de los Comptes rendus del Indian Famine Comité, se llegó a esta conclusión: que las hambrunas que habían devastado las Indias durante los sesenta últimos años se habían producido siempre en los intervalos que separan las pulsaciones.

Esta recrudescencia de lluvia en las épocas de grandes máximos nos va a explicar porqué el paralelismo de las curvas de las manchas y de las temperaturas terrestres no es una ley general. Primeramente, parece que haya  allí una grave anomalía.

Ahora bien, la anomalía no existe; un simple razonamiento nos va a convencer.

Si el globo terrestre fuera un sólido girando sobre sí mismo sin atmósfera, reflejaría en su calentamiento todas las vicisitudes del Sol, y su temperatura variaría siguiendo las condiciones caloríficas del astro. Pero sabemos que esto se halla bien lejos de ser así.

La atmósfera absorbe las 3/5 partes del calor enviado por el Sol y las mantiene en reserva, según esté más o menos cargada de vapor de agua. Además, el elemento  líquido, que ocupa las ¾ partes del globo, aún complica más los resultados. Se puede calcular la evaporación de los océanos bajo el influjo del calor solar.

En las regiones ecuatoriales, esta evaporación levanta una capa de vapor de agua de al menos 5 metros de espesor.  Ahora bien, no cae en promedio más que 2 metros sobre estas regiones. ¿Qué se hace de los 3 metros restantes? Pues que marchan a humidificar las capas de aire de las regiones situadas más cerca de los polos.

Al evaporarse, el agua absorbe una gran cantidad de calor, que pasa del Ecuador a los polos y tiende a regular las temperaturas, a ocultar la suma variable de emisión calorífica del Sol. Se puede evaluar grosso modo el calor absorbido.

Suponiendo una superficie de evaporación de 240 millones de kilómetros cuadrados y de 3 metros de espesor, tal como hemos visto, obtenemos un volumen de agua igual a 720.000 km3.

¡La cantidad de calor contenida en esta masa vaporizada será capaz de fundir una masa de hierro cuyo volumen sería igual a 400.000 km3!

Se ve ahora el papel que juega la atmósfera, no solamente en el reparto de las temperaturas, sino también en la regulación del calor emitido por el Sol.

Si el calor sobrepasa una gran cantidad,  como en los grandes máximos de las manchas, la actividad solar tendrá un efecto inverso.

La evaporación será más activa; las regiones ecuatoriales tendrán una temperatura un poco más baja, las regiones polares tendrán probablemente una temperatura más elevada.

Habrá una tendencia a la regulación de las temperaturas terrestres como en el momento de estos períodos geológicos, en los cuales, la atmósfera, mucho más densa que hoy en día, y fuertemente cargada de vapor de agua, almacenaba todo el calor solar y lo repartía de una manera tan uniforme que ni siquiera se conocía la sucesión de las estaciones.

Actualmente, en las latitudes intermedias, el fenómeno se hace mucho más complejo. De una manera general, la temperatura debe disminuir en el maximum de las manchas hacia las latitudes bajas, y debe haber una oscilación concordante con el período. Serían necesarias, en todo caso, numerosas y nuevas observaciones para establecer una ley. Pero, y este es el asunto capital, aquí subyace la solución del problema tan complejo de las temperaturas.

La serie de los trabajos que acabamos de publicar muestra que nos está permitido adherirnos a las conclusiones demasiado generales de M. Nordmann, de quien ya hemos hablado.

En un artículo aparecido en la Revue générale des sciences en 1902 y más tarde en las Comptes rendues de la Academia, M. Nordmann decía: “La temperatura terrestre media sufre un período sensiblemente igual al de las manchas solares. El efecto de las manchas es disminuirla la temperatura terrestre media. Es decir, que la curva que representa las variaciones de éstas es paralela a la de la curva inversa de la frecuencia de las manchas”.

Estas conclusiones son demasiado generales, y, de las temperaturas tomadas en las regiones ecuatoriales, se debe concluir solamente, tal como Koppen y otros lo han demostrado bien antes que Nordmann, que la ley no vale más que para el Ecuador.

En 1902, para esclarecer más aún el asunto de la relación entre el Sol y las lluvias, M. Lockyer se propuso reducir las observaciones de las protuberancias hechas por Tacchini en el Observatorio del Colegio Romano desde 1874. A ello lo llevaron las admirables fotografías de las protuberancias sobre el disco solar, publicadas por MM. Hale y Deslandres, que mostraban la superficie cubierta sobre el disco. Un argumento empleado para hacer valer la inanidad del razonamiento que suponía una conexión entre los cambios solares y terrestres era de este tipo: “En tanto que se puede juzgar el tamaño de las manchas del Sol, la variación cíclica del tamaño de la superficie solar libre de las manchas es muy pequeña, comparada con la superficie total; y, en consecuencia, siguiendo un principio matemático, el efecto producido sobre los elementos de las observaciones meteorológicas para toda la Tierra debe ser muy pequeño”. Así razonaba M. Elliot en 1877 (27). [Elliot: Report on the Meteorology of India, 1877, p. 2.]

Ahora bien, las fotografías de M. Hale mostraba que a superficie afectada por los elementos protuberantes era muy superior a la superficie manchada y, en consecuencia, de orden no despreciable. A veces se constataba que un décimo del Sol se hallaba en estado de perturbación. El primer trabajo sobre la lluvia en la India había mostrado que no solamente había una relación absoluta entre la presión y la lluvia, sino que la presión era el elemento más constante en las diferentes regiones. Ahora bien, la comparación de las protuberancias con las presiones proporciona maravillosos resultados.

Además del maximum protuberante bien marcado y concordante con el maximum de manchas se encontraron otros máximos correspondientes a los crecimientos de las líneas alargadas, y todos eran reproducidos por los barómetros. Los ciclos de las manchas de once años daban lugar a un ciclo protuberante de alrededor de tres años y siete décimos, y este es precisamente el intervalo que separa generalmente las presiones en la India. Se extendieron poco a poco estos resultados a la Tierra entera, gracias a las estadísticas, y se llegó a la conclusión de que el Globo podía ser dividido en dos partes. La región india con sus fluctuaciones extendiéndose por Australia, las Indias orientales, Rusia asiática, Isla Mauricio, Egipto, África oriental y Europa, mientras que la región de Córdoba comprendía no solamente América meridional y central, sino también Estados Unidos,  Canadá, extendiéndose incluso al Oeste más allá de Honolulu.

El descubrimiento de esta ola barométrica, corroborada después por el profesor Bigelow fue un progreso importante; ello permitirá además, en el futuro, agrupar las regiones que tienen  presiones similares.

Estos hechos prueban que, si existe una relación entre la Meteorología ecuatorial y el Sol (y hoy la ignorancia sólo excusaría las dudas), nos fuerza e impulsa más lejos en nuestras conclusiones, a extenderlas a la Tierra entera. Sin duda el problema se vuelve excesivamente complejo cuando salimos del cinturón tropical, donde todo sucede de una manera regular; pero, por otra parte, sabemos gracias a los estudios de Brückner, que hay que admitir, incluso para nuestras regiones, un ciclo meteorológico de unos 35 años. Los trabajos de Brückner habían sido emprendidos sin ideas preconcebidas, y el descubrimiento de este ciclo reposa sobre bases estadísticas puramente meteorológicas. Ahora bien, se encuentra que, además de los ciclos solares de 11 o de 3,7 años, M. W.-J.-S. Lockyer ha puesto en evidencia un largo período de alrededor de 33 años que concuerda bastante bien con el de Brückner, que, además, no había sido fijado definitivamente. No querer ver la aproximación que existe entre el gran período solar y el ciclo de Brückner, es como ya dijimos anteriormente, ponerse una venda en los ojos.

M. Lockyer ha publicado recientemente un cuadro de las lluvias en diferentes lugares de la Tierra desde la época en que empezaron las observaciones. Resulta evidente que la acción solar se hace sentir no solamente en las regiones ecuatoriales, sino también en las elevadas. He trazado una curva análoga para París sirviéndome de números proporcionados en 1885 por M. Renou, del Bureau central, desde 1800. La concordancia con la curva media de las manchas es sorprendente en el sentido de que todo maximum tiene una influencia sobre la curva de las lluvias en los años siguientes.

En Rothesay (Escocia), el acuerdo es incluso de los más perfectos, en el sentido de que no solamente la relación entre la lluvia anual y el número de manchas resulta evidente, sino que se encuentra con más o menos limpieza en las lluvias caídas durante ciertas partes del año, por ejemplo, en el verano.

En Londres, como en París, la concordancia no es tan absoluta; resulta difícil encontrar la acción del período undecenal de las manchas sobre la lluvia, pero el ciclo de Brückner es más aparente. Si se dispone, con M. Douglas Archibald en 1903, los números que representan la cantidad de las lluvias londinenses desde 1813 del modo indicado por Brückner, se encuentra que no solamente existe una sucesión de períodos secos y húmedos, sino que estas variaciones tienen una influencia en  el rendimiento de los cereales en el Reino Unido. Y M. Archibald concluye que “vamos a entrar en un período en el que la lluvia sobreasará el promedio, en el que la presión barométrica, al contrario, será inferior a la media, y durante el cual habrá un déficit en la recogida de trigo de unos dos celemines por acre”.

En Bruselas, se encuentran los mismos períodos secos y húmedos. Lo mismo sucede en el centro de Francia, donde he podido trazar la curva de las lluvias para Bourges desde hace más  de cuarenta años.

En 1902, M. M. B. Subha Rao, del Observatorio de Madrás, demostró que para las lluvias de Madrás, de los Ghats occidentales, Ceylán, el  minimum de lluvia sucede casi exactamente en los años de minimum de frecuencia de las manchas, siendo la diferencia de sólo un año en un pequeño nñumero de casos. Encontró además que el máximo de lluvia tiene lugar también cuando se produce el maximum de frecuencia de las manchas, aunque la diferencia puede llegar a dos o tres años.

El mismo año, en el mes de junio, M. Lockyer encontró para el examen de las observaciones italianas protuberancias en el limbo del Sol desde 1871, que además del período undecenal, existen máximos y mínimos secundarios con intervalos de 3 años y medio. Esta oscilación no se encuentra en la superficie total manchada del Sol, sino que se presenta en la latitud de las manchas, de modo que un aumento en la actividad protuberante está asociada a una disminución de la latitud de la superficie manchada.

Ahora bien, en la curva anual de las lluvias en Madrás, se encuentra este período de corta duración, más aparente incluso que el período undecenal.

En 1905, M. H. Clough, de la Oficina Meteorológica de Washington, llegó a la conclusión de que el ciclo solar y meteorológico de 35 a 36 años varía en duración a lo largo de un período de 300 años.

Ya en junio de 1902, M. Thos W. Kingsmill había señalado una aparente coincidencia entre los períodos de las manchas y los períodos más largos de la lluvia y de las hambrunas en el Norte de China. Retomando más tarde el mismo estudio y añadiendo las observaciones hechas en el Sur de China, llegó a conclusiones muy interesantes:

“Se encuentran, en efecto, en los anales chinos, documentos bastante extensos sobre la lluvia, las hambrunas y las manchas del Sol desde el año 620 hasta 1643, cubriendo un período de 1023 años, documentos recogidos por M. Hosee en 1877. Evidentemente, las observaciones de las manchas, falta de instrumentos, son muy fragmentarias, sin embargo, se descubre a primera vista el período undecenal, con una duración media de 11,085 años y que, prolongado por los tiempos modernos, acuerda suficientemente bien con los datos europeos del último siglo.”

“El examen de estos documentos solares y meteorológicos concluye admitiendo varios períodos de muy larga duración”.

“El primero parece cubrir los tres períodos de manchas 664-697, aunque no resulta tan aparente como los otros. El segundo cubre el período similar del maximum de 963 al maximum de 996, en los que, además de dos años de sequía en China septentrional, 961 y 962, no encontramos menos de 23 años de 33 caracterizados por sequías excesivas en una o arias provincias del Norte.”

“El tercero cubre los períodos 1262-1295, en los que además del año anterior de 1260, hay que hacer notar 21 años de sequía en las mismas provincias”.

“El cuarto está comprendido entre los máximos de manchas de 1561 y 1594; aunque menos marcados que el segundo y el tercero, contiene sin embargo 10 años de sequía previos de 1557 y 1558”.

“El quinto período tiene larga duración como para cubrir el ciclo de sequía igualmente bien marcado que, empezando hacia el año 1860, continuó hasta fin de siglo”.

Este ciclo de 300 años correspondería a 27 períodos undecenales de 11 años y a 9 períodos de Brückner.

Así, mientras que en la mayor parte de las estaciones tropicales los períodos de sequía y de humedad alternan según un ciclo que sigue paso a paso la actividad solar, en las latitudes elevadas –como mostré entonces-, sobre todo en las grandes extensiones continentales, menos sometidas que las otras a un clima marítimo, el transporte del vapor de agua debido a la evaporación provocada por el Sol tarda un tiempo notable en llevarse a cabo. En estos lugares, los máximos de lluvia, aunque separados por un intervalo igual al del ciclo solar, no coincide con los máximos de las manchas: hay un retraso en las curvas, una especie de desfase.

En el centro de Francia, por ejemplo, donde he podido reunir observaciones desde 1870, el fenómeno se halla netamente marcado. He aquí porqué, dicho sea de pasada, las inundaciones del Loira, río que permanece por entero en el centro de Francia, no coincide con los máximos de actividad solar, pese a presentar intervalos bastante regulares. Aquí aún hay un retraso fácil de explicar.

Es así que el máximo de manchas de

1816 ha aportado las crecidas del Loira en        1826

el de 1829                                                       1836

        1837                                                       1846

        1848                                                       1856

        1860                                                       1866

etc., etc.

Esta relación entre cada fase de actividad solar y la cantidad de lluvia no es siempre tan neto. Examinando de una manera general las estadísticas de las lluvias en el mundo entero, se percibe enseguida que es el gran período solar de alrededor de 35 años el que influye particularmente sobre el fenómeno de la condensación lluviosa.

Ahora bien, es precisamente esta cifra de 35 años la que volvemos a encontrar en el llamado período de Brückner, y que constituye la característica del clima europeo. En toda la región occidental de Europa, nuestro clima, en efecto, ha sufrido, desde el año 1623, alternativas de sequía y de humedad que los meteorólogos no se pueden explicar.

Sin embargo, es bien cierto que la gran fluctuación solar influye sobre los períodos de humedad y de sequía, sobre el total de lluvia recogida en nuestras regiones, sobre las variaciones del nivel de los grandes lagos  que son aparatos registradores de primer orden.

Finalmente, las grandes crecidas del Sena, las de 1802, 1807, 1817, 1850, 1872, 1876, 1879, 1882, 1883, 1910, recaen todas, sin excepción, durante períodos regulados por la actividad solar.

Después del gran maximum de 1870, ha habido como una especie de pulsación lluviosa a partir de 1879.

He aquí porqué, desde 1903, cuando se esperaba el gran maximum de las manchas hacia 1906, he podido anunciar y prever el período húmedo que nos invade.

Las inundaciones de 1910, tan deplorables bajo todos los puntos de vista, no serán sin duda las únicas que nos hacía prever la actividad del Sol llevada a su culminación durante los años 1905, 1906 y 1907.

Estas conclusiones, las he publicado un poco por todo: en el New Cork Herald (enero 1904) bajo el título: la Actividad solar y las lluvias; en el Almanach Hachette de 1905, donde he dado algunas curvas de lluvia para diferentes puntos del globo con la curva de las lluvias previsibles.

“El Sol, decía yo en esta época, va a sufrir, como en la fiebre, una subida de temperatura. La evaporación de los océanos será más fuerte. Precipitaciones acuosas tendrán lugar, y las lluvias redoblarán en intensidad hasta hacia 1918, con un maximum hacia 1912”.

En diciembre de 1903 hice presentar en la Academia de las ciencias una nota de la que aún espero respuesta, y que permanece entre los papeles de un honorable académico, muerto después, y que jamás tuvo tiempo de verificar los cálculos.

Brevemente, si todas estas conclusiones están fundamentadas, debemos reconocer que atravesamos actualmente una crisis de pluviosidad aportada por el maximum de actividad solar de 1906.

Los parisinos pueden por tanto esperar a ver crecidas más o menos violentas, análogas a aquellas de las que guardan mal recuerdo, y esto en los años que van a seguir, muy probablemente.

Tales son, rehuidos y a grandes rasgos, los progresos de esta cuestión de la relación entre los cambios solares y terrestres.

Como decíamos al comienzo de este estudio, la Meteorología será una ciencia el día en que sepa pronosticar. Esta es la misma idea que el ilustre Leverrir emitió, hace medio siglo, cuando en el momento de crear un servicio meteorológico internacional, dijo: La Meteorología no pasará al estado de ciencia más que el día en que pueda predecir largo tiempo antes la altura de la columna barométrica. En el momento actual, la Meteorología no es más que una colección de ciencias unidas entre ellas por estadísticas de todas las naturalezas. Hay que agradecer a los hombres, cuyos nombres hemos citado, como MM. Stone, Meldrum, Balfour-Stewart, N. Lockyer, al haber emprendido, a pesar de ciertos meteorólogos, hacer salir a la Meteorología del carril por el que marcha desde hace un siglo.

Ahora podemos decir que la verdadera Meteorología acaba de nacer. Tenemos una base seria de operaciones, es necesario conservarla a todo precio. La tarea es ardua, sin duda, pero no desesperemos jamás. Aportemos cada día nuestra piedra al edificio y digamos que detrás de estas cifras amontonadas sobre nuestros registros, hay una causa actuando, una causa apenas sospechada, sin duda, pero ya entrevista, y que sabrá un día u otro dictarnos las leyes de la Meteorología del provenir.

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