EL PRONÓSTICO DEL TIEMPO A TRAVÉS DE
José Luis Pascual Blázquez
ã
Junio, 2006
En
la historia del pronóstico del tiempo hemos de distinguir tres grandes etapas:
1)
Etapa empírica o de signos, basada en la experiencia (repetición de
hechos), muy bien conocida todavía en el medio rural. No podemos hablar aquí
estrictamente de metodología científica en el sentido actual del término,
pero tampoco despreciar a la ligera esta clase de conocimiento, propios de un
modo de vida y cultura a tener en cuenta.
2)
Primera etapa científica, en la que ya se interpretan los fenómenos
atmosféricos, o trata de dárseles una explicación lógico-racional que, además,
permita la predicción de acontecimientos futuros. En las culturas occidentales
el soporte teórico básico lo constituyó
3)
Segunda etapa científica, a partir de los siglos XVI y XVII; fue
entonces cuando quedaron demostradas mediante la experimentación y el cálculo
algunas insuficiencias y errores de bulto de
Nos
interesan aquí, fundamentalmente, las dos primeras etapas y cómo se produjo la
transición a la tercera, que no estudiaremos exhaustivamente, por hallarse tal
trabajo suficientemente tratado por diversos autores y obras.
Etapa
empírica (Meteorognomía)
Podemos
considerar aquí como primer testimonio escrito de esta clase de conocimiento
los omens de Babilonia:
Si
el 15 Sabatu Venus desaparece por el oeste, permaneciendo visible 3 días, y el
18 Sabatu aparece por el este, catástrofes para los reyes; Adad traerá
lluvias, Ea aguas subterráneas; el rey enviará salutaciones al rey .
Tablilla de Venus de Ammisaduqa nº 63.
[Citada por B.L. van der Waerden en “Sobre astronomía babilónica”, las
tablillas de Ammisaduqa. Revista Beroso nº 7, pág. 47. Barcelona, 2002].
Pronósticos
similares encontramos en los Anales mesoamericanos precolombinos y otras
culturas en similar etapa de desarrollo. En el área mediterránea tenemos
amplia constancia escrita de lo que fue conocimiento común de la población
para guiarse en el tiempo anual y para la previsión del tiempo a corto y largo
plazo. Se trata de signos u observaciones que permiten saber el clima estándar
de unas fechas, o si va a llover o nevar, hacer frío o calor, viento, tormenta,
etc. procedentes de la experiencia y de la observación sistemática (en el
campo la observación es una función automática, a diferencia de lo que sucede
al habitante de la ciudad).
Aún
ahora, los pueblos indígenas del Altiplano andino entregan las patatas a la
tierra más tarde o más temprano según aparezcan las Pléyades durante el mes
de junio; si se ven numerosas y brillantes (unas once) las plantan en fecha
normal, a la espera de buenas lluvias y tiempo favorable para el cultivo; si lo
hacen mortecinas y en número escaso, esperan lluvias tardías y demoran la
plantación (en Agricultura suele ser más importante el momento de las lluvias
que su cantidad).
Los
pueblos indígenas, a diferencia de los científicos, ignoran que la apariencia
de las Pléyades en su orto de junio está ligada al tipo de flujo de los
vientos en el Altiplano, determinado por el fenómeno de El Niño; pero ello no
les impide optimizar el momento de la siembra ajustándola a una observación
estelar, en principio ajena al desarrollo de las secuencias climáticas en esa
zona. [Ver Etnoclimatología de los Andes,
Benjamín S. Orlove, John C.H. Chiang y Mark A. Cane. Investigación
y Ciencia nº 330, marzo 2004.]
Tanto
las antiguas culturas grecolatina y árabe tuvieron ese conocimiento rural que
se transmitía oralmente, rimado en buena parte, de padres a hijos. Sin embargo,
su auténtico corpus ha llegado hasta
nosotros escrito por autores de cultura urbana, que lo recopilaron y fueron
transmitiendo posteriormente (hoy ha sucedido algo similar con los refranes,
sobre todo los de contenido meteorológico).
El
modo de situarse en el tiempo anual, fundamental para conocer el momento de la
labranza, de la siembra, trashumancia, etc. fue resuelto en tiempos neolíticos
mediante la asociación de las apariciones y desapariciones de determinados
grupos de estrellas al ciclo anual de
Los
documentos cuneiformes que nos refieren las primeras listas de este desfile
anual de estrellas los encontramos en Babilonia (conocidas como listas
de astrolabios) y la primera constatación escrita de la asociación
estrellas-labor agropecuaria en Hesíodo:
Al
surgir las Pléyades descendientes de Atlas, empieza la siega; y la labranza,
cuando se oculten. [Trabajos y días,
385].
Los
astrónomos griegos recogieron y sistematizaron este conocimiento empírico (Eudoxo,
Calipo, Euctemón, etc.) en lo que dio en llamarse parapegmas,
calendarios de piedra que se exponían públicamente en las plazas para
información de todos. Daban las fechas de los principales acontecimientos
astronómicos y meteorológicos del año, arreglados al desfile de las salidas y
puestas de determinados grupos estelares.
Hasta
nosotros ha llegado completo el Parapegma
de Gémino, de enorme interés astronómico y meteorológico. A través de este
conocimiento entendemos el origen de nuestro término “canícula” o su
equivalente inglés, the dog days para designar los momentos álgidos del calor del verano,
pues un poco antes de los comienzos de nuestra Era
venían parejos a la aparición de Sirio al amanecer por el horizonte
Este (Can Mayor), y con el desplazamiento de la precesión de los equinoccios
por Procyon (
El
griego Claudio Ptolomeo (siglo II), cuya obra astronómica y astrológica dominó
el panorama científico occidental hasta el siglo XVI, llevó a cabo
observaciones meteorológicas en Alejandría y elaboró su propia descripción
del tiempo anual en la obra Phaseis (que hemos de entender más bien como “haces”,
“fajas” o “bandas” de estrellas que ascienden y descienden por el
horizonte, las cuales utiliza para conocer el momento del año y clima
asociado).
Este
mismo autor vertió algunos signos de predicción del tiempo (halos, color del
Sol, etc.) en su archiconocido tratado astrológico, el Quadripartito
o Tetrabiblos.
El
Parapegma de Gémino, como otros de su
época, y posteriormente los libros de anwa’
árabes, describen el tiempo estándar del año en sus lugares de origen (Grecia
y Arabia). Cronológicamente más cercanos a nosotros en el tiempo, los
calendarios árabes medievales nos han llegado completos con una información de
enorme interés, pues a la meteorológica
añaden contenidos agrícolas, consejos de higiene y dietética ligados a la
medicina hipocrática, costumbres y folclore medieval, tanto cristianos como
musulmanes, etc.
El
lector interesado puede acceder actualmente en lengua castellana al Calendario
anónimo andalusí, al Tratado de los
meses de Ibn Asim, al Liber regius (lengua
latina), o a la trilingüe versión (árabe, latina y francesa) del Calendario
de Córdoba, etc.
Esta
clase de informaciones ubicaban al habitante del campo en el tiempo anual, pero
no era suficiente para sobrevivir a las sorpresas de la intemperie; la otra gran
interrogante era: ¿qué clase de tiempo nos espera hoy, o mañana? ¿Habrá
tormenta, tiempo estable, calor, viento o frío? ¿Y la próxima estación, cómo
será? ¿Y el próximo año? ¿Mejor sembrar o dejar barbechar las tierras? ¿Se
esperan buenos pastos o escasos? ¿Habrá agua suficiente en los pozos, en los ríos
o en los arroyos para las huertas? Entramos aquí en el terreno de las
asociaciones empíricas, en lo que dio en llamarse “signos”.
Desde
nuestra perspectiva aparenta una etapa primitiva de conocimiento, pero esto sólo
es así desde el limitado punto de vista de la cultura urbana y desarraigada del
medio que poseemos; en una Naturaleza única donde todo se halla organizado e
interactúa permanentemente, como en cualquier sistema complejo, es muy difícil
que suceda algo sin dejar huella en el resto. Del mismo modo que un dolor de
cabeza puede advertir de una dolencia gástrica, el tipo de tiempo en un momento
del año puede anunciar cómo viene el resto del ciclo climático, o la
abundancia de bellotas en las encinas ser un buen augurio del tiempo venidero.
Este tipo de conocimiento no constituye una ciencia exacta (tampoco
Valiosa
información de este tipo podemos encontrar hoy en día en los Fenómenos
de Arato, en las Georgicas de
Virgilio, en Peri semeion (De signis),
de hacia
Y
tuvo un gran éxito, que aún es presente en nuestros días. Esta clase de
presagios del tiempo para el día que empieza, para mañana, para la lunación,
el mes, la estación o el año, fueron copiados y repetidos por numerosos
autores a partir del período medieval; aparecieron ya en algunos almanaques
nada más inventarse la imprenta, más tarde en las obras de Cronología. Por
ejemplo, en Cronología y repertorio de la
razón de los tiempos, de Rodrigo Zamorano, publicada en Sevilla en 1585; en
el Repertorio de los tiempos e Historia
Natural de esta Nueva España, de Henrico Martínez, aparecida en México en
1606; en
Esta
clase de signos útiles para el pronóstico del tiempo podemos clasificarlos en
diversos tipos:
a)
Observación del Sol ,de
b)
El tiempo y la dominancia de los tipos de viento de determinados días
del año y de la luna (mes lunar).
c)
Observación de plantas y animales.
d)
Observación de materiales no vivos (suelos, paredes, hollín, ríos,
pozos, etc.).
e)
Tipos de nubes y lugar de aparición.
f)
En general, las obras que traen esta clase de información la clasifican
en señales de bonanza, de granizo, fríos y calores, lluvia, así como el modo
de hacer pronósticos estacionales y el año completo.
Comentemos
un poco todo este batiburrillo meteorognómico, que es el término adecuado para
denominar esta clase de conocimiento.
De
lo que señalan el color del Sol, de
Los
refraneros europeos guardan en versión rimada la mayor parte de indicaciones
del color y aspecto del Sol, así como de toda clase de fotometeoros (halos,
cercos, aro iris, parhelios o falsosoles, etc.).
Lo
mismo pasa con la predicción del tiempo, ya a más largo plazo, según el día
del mes lunar o del año; entramos aquí en el terreno de las “cabañuelas”,
de las “témporas”, de las “caniculares”, “canablas”,
“barruntos”, “aberruntos”, “surtimientos”, zotal
egunak, cabanelles, the twelve nights, etc., de origen exclusivamente rural
y popular, así como de tradición oral (no hay nada escrito sobre ello hasta
finales del siglo XX, cuando se extingue la cultura de supervivencia en el campo
español).
La
observación del vuelo y del comportamiento de las aves, de moscas y mosquitos,
arañas, sapos, ranas, ganado vacuno y ovino, gallinas y gallos, peces en el río
y un largo etcétera, así como el diente de león, el azafrán, la carlina,
etc., en relación a los cambios de tiempo, es mundialmente conocida, y está
asegurada en múltiples sentencias de los refraneros.
Lo
mismo pasa con la aparición de humedades en suelos y paredes, malos olores en
las cañerías, borboteos o turbulencias en las aguas de los pozos y estanques,
la caída de hollín en las chimeneas, modo de crepitar de las brasas, o de la
llama de los candiles, observación de las cenizas de los hogares y de las
chimeneas, etc., a las que hoy puede añadirse una explicación racional, es
decir, científica.
Proliferan
en toda Europa nombres locales para determinada apariencia de nubes, o su
ubicación sobre ciertos lugares, de modo que la condición meteorológica por
venir es significativa y bastante segura; tal es el caso de las nubes
paciendo, las capas, los cejos, sombreros, monteras o toquillas sobre las
cimas de algunas montañas, la andaluza vaca
esollá propia de los vientos ábregos o “llovedores” , el núvol cerdà ampurdanés que aparece con la tramontana y señala
lluvia en Francia, etc. En general vienen con situaciones meteorológicas muy
definidas y mejor conocidas por los habitantes del lugar de donde son características.
Entre
las indicaciones más buscadas se hallan las estacionales y las anuales; un
estudio recopilatorio y completo de todo ello puede encontrarse en nuestra obra Cabañuelas
y Meteorología Empírica. El pronóstico del tiempo a largo y corto plazo en el
mundo rural (Tortosa, 2005). Antes, hay un nutrido grupo de investigadores y
autores que dedicaron su tiempo y su atención a recoger este tipo de
conocimiento (en España José María Iribarren, Julio Caro Baroja, Cels Gomis,
Joan Amades, Enrique Casas Gaspar, Antonio Allue Morer, Julia Sevilla, Jesús
Cantera, etc.).
No
se crea que esta clase de creencias y este tipo de conocimiento son propios de
un mundo rural cerrado sin comunicación con el exterior; al contrario, son la
expresión de un sustrato cultural común a buena parte de Europa y del Norte de
África (al menos en lo que nosotros hemos podido alcanzar), como demuestra el
hecho de que muchas de las sentencias de los
refraneros se repitan de un país a otro, de una lengua a otra, sin otra
diferencia que la traducción. Podría interpretarse tal constatación como
plagio, copia o simple circulación en el tiempo de las tradiciones orales; sin
duda esto forma parte de la verdad, pero no de toda. La sorprendente uniformidad
del conocimiento meteorognómico europeo y norteafricano también encuentra su
cuota de justificación en el hecho del poblamiento de Europa tras la deglaciación
que llevó al Neolítico y subsiguiente desecación del Sahara; Europa fue
literalmente invadida por los pueblos que huían de esa catástrofe climática
en busca de zonas más favorables a la vida, llevando consigo cultura e idioma,
que hemos de suponer bastante uniformes en esa época, para dispersarse
posteriormente con el tiempo.
Eso
pasó con las lenguas, pero no con los conocimientos meteorognómicos,
particularmente durante el último período climático, el subatlántico, que
dura desde -500 aproximadamente; esa uniformidad nos lleva a pensar en su
mantenimiento y conservación a lo largo del tiempo, a la par que certifica
hallarnos ante un fondo certidumbre que hoy llama a su reinterpretación..
No
podemos cerrar esta parte de nuestro estudio sin recoger antiguas maneras de
pronosticar el tiempo, aunque entremos en el terreno adivinatorio (no olvidemos
la etimología del término, “hablar con los dioses”), lo cual ha de ser
entendido en la mentalidad propia de las gentes del pasado (nosotros también
tenemos la nuestra, con sus flaquezas, que no discernimos por hallarnos sumidos
en los velos de la propia cultura).
Entre
los procedimientos adivinatorios estaba la escapulimancia, aún utilizada en
Se
conservan manuscritos árabes que muestran el modo de interpretar los signos de
la paletilla del cordero, recogidos seguramente en la fase de progresiva
urbanización de la cultura árabe (la tradición era rural, sin ninguna duda, y
se debió transmitir oralmente, como todo lo referente a ese mundo).
En
los países de influencia céltica encontramos un método adivinatorio similar,
pero con el esternón del ganso que tradicionalmente se come el día de San Martín
(11 de noviembre, aquí la costumbre ya ha sido cristianizada). Si sale blanco
anuncia un invierno frío y con nieves abundantes; moteado tiempo variable,
mientras que si la mitad es blanco y la otra mitad negro una parte del invierno
será severa y la otra relativamente suave.
En
un mundo como el de los antiguos, donde los muertos estaban al lado de los vivos
y cualquier signo era considerado presagio (unicidad de la naturaleza, utilización
cotidiana del lenguaje simbólico, a diferencia de nosotros, educados
exclusivamente en lo racional), lo sagrado y lo profano formaban un contiuum
inseparable. La celebración religiosa era inseparable del conocimiento del
futuro; así lo vemos en la observación del humo de los altares donde se
llevaban a cabo los sacrificios rituales, señalando el viento que iba a dominar
en el ciclo siguiente (en cada lugar, el tipo de viento determina el calor o el
frío, la lluvia o su ausencia, etc.).
Cristianizadas,
estas creencias se han conservado hasta nuestros días; aún en el siglo XX se
creía en el Norte ibérico que el viento que soplara en la misa del domingo de
Ramos durante el Ofertorio iba a ser el dominante del año, y marineros y
labradores salían a la calle a observarlo. En Francia es el viento de ese día,
y en buena parte de Europa y África el de San Juan (en realidad el del día del
solsticio,
Veamos
la vigencia de esta clase de conocimiento en tiempos de Kepler:
…Ahora
bien, en este asunto no rechazo las opiniones de los autores más antiguos, Hesíodo,
Arato, Virgilio, Plinio, y las de los agricultores de nuestros días, que se
sirven de las elevaciones anuales de los cuerpos celestes [ortos y ocasos de las
estrellas] y de las fases de
Uno
de los puntos clave del conocimiento meteorognómico (compartido con el astrológico)
es la importancia dada a determinados momentos del año (hoy podríamos hablar
de puntos críticos). Los refraneros están llenos de sentencias diciendo que si
en tal día pasa esto durante tantas semanas, meses, en la estación o en el año
dominará tal o cual viento, la lluvia o la sequía, etc.
La misma idea intrínseca domina la técnica de las cabañuelas y otros
procedimientos similares de predicción del tiempo a largo plazo. El concepto va
unido a los “momentos propicios” de la magia y la adivinación (noches de
San Juan, nochebuena, equinoccios, etc., que
hoy en día ya sólo forman parte del folclore festivo).
Como ejemplo, en su conocida
obra El mito del eterno retorno Mircea
Eliade nos habla de la importancia de los días que
separan el final del comienzo de año:
Costumbre análoga a la de la "fijación de los destinos" del Año
Nuevo babilónico, que se ha transmitido hasta nuestros tiempos en los
ceremoniales del Año Nuevo entre los mandeanos y los yezidos. Asimismo los doce
días que separan
El
ceremonial del Año nuevo babilónico, akitu, duraba doce días, y dentro
del mismo tenía lugar la "fiesta de las Suertes", zahmuk, en
la que se determinaban los presagios para cada uno de los doce meses del año.
Así que el patrón general de las cabañuelas puede muy bien encontrar su
origen, por lo menos, en las primeras culturas históricas, las mesopotámicas.
Este mismo autor asegura que el conjunto mítico-ritual del Año Nuevo ya era
conocido de los sumeroacadios, mucho antes del esplendor de Babilonia: en él,
los doce días intermedios que separan el año viejo del nuevo prefiguraban
también los doce meses.
Primera
etapa científica de base exclusivamente astronómico-aristotélica
Para
comprender esta fase histórica del conocimiento meteorológico hemos de
despojarnos de nuestra formación académica y cultural actual, instalándonos
en el pensamiento antiguo; por insólito y paradójico que nos pueda parecer,
nuestros antepasados no distinguían astronomía de meteorología,
ni los fenómenos celestes de los atmosféricos. Los cometas y el arco
iris, las épocas de lluvias o de
calores, todo lo que se divisa mirando hacia arriba, formaba para ellos parte de
un continuum. Y, dado que en lo más profundo del firmamento se
encontraba Dios o las divinidades, no ha de extrañar que todos estos fenómenos,
astronómicos y atmosféricos, fuesen tomados como manifestaciones o signos de
la voluntad divina que a veces premiaba a los humanos con lluvias fecundas, o
los castigaba por sus malas acciones con sequías, plagas y catástrofes.
El
punto de partida para el desarrollo de esta primera etapa de desarrollo científico
en las culturas europeas y norteafricanas fueron tres obras de Aristóteles
(siglo IV a.C.): Meteora (Meteorológicos),
De caelo ( Acerca del cielo) y De
generatione et corrupcione (Sobre la generación y la corrupción). En las
tres se establece una división radical entre el cielo (inmutable,
incorruptible, no formado por materia sino por un quinto Elemento o
quintaesencia, en la que sólo puede darse el movimiento circular uniforme de
los orbes o esferas planetarias que arrastran el astro correspondiente) y
Hubo
un desarrollo físico-matemático de estas ideas a través de
En
Ellos
constituyeron la cumbre cultural y científica de
Toda
esta corriente de pensamiento venida de Oriente dominó en Europa y el Norte de
África hasta bien entrado el Renacimiento, y sólo fue abandonado con
En
la gestación de la meteorología medieval confluyeron dos vías con un mismo
origen (medioriental, y, más precisamente, babilónico): la griega (Aristóteles
y buena parte de la corriente helena de pensamiento) y la india (astrología
estelar, mansiones lunares, etc., con añadidos persas y del hermetismo).
Este
flujo y reflujo de ideas viajó con la dispersión de la cultura babilónica,
donde seguramente alcanzó las más elevadas cotas de desarrollo; allí se
transmitían los conocimientos de padres a hijos, los cuales aprendían desde
los primeros años de vida, y tal vez en este sistema de transmisión residió
su gran éxito, como sabemos a través de Diodoro Sículo.
A partir de ahí la ciencia oriental viajó hacia Occidente, fecundando
La
reunificación de todo ello la encontramos en un autor árabe medieval bien
conocido, Al Kindi, autor de dos Epístolas y algunos retales más que tratan,
entre otros muchos trabajos científicos y filosóficos, de los fenómenos
atmosféricos y de la predicción del tiempo. Su obra resultó clave en la
transmisión de estas ideas, porque hizo fortuna y fue traducida al hebreo en el
siglo XIV, y también al latín; resultó ampliamente buscada y reconocida, como
lo prueba la gran cantidad de autores europeos medievales e incluso
renacentistas que la tradujeron, copiaron, plagiaron y retradujeron.
Las
Epístolas I y II fueron incluidas en un solo texto latino dividido en 8 capítulos,
conocido como De mutatione temporum. El kitab
al-sirr, Libro I (Cuarenta Capítulos)
se conoció en latín como Iudicia.
Otras
autores que dedicaron su atención a este mismo asunto fueron Omar b. Al
Farrukan Al Tabarí, en su obra kitab mukhtasar al-masa’il, que también se vertió al latín.
Abumasar, astrólogo persa del siglo IX, nos dejó su De las grandes conjunciones, una obra clásica con profusión de
configuraciones planetarias parejas a fenómenos climáticos y el kitab
al nukat (Flores astrologiae en lengua latina).
Otros
textos con similares contenidos fueron kitab
tahawil sini al-alam de Sahl b. Bishr (Fatidica
en latín). La mayoría de estos textos fueron traducidos al latín en el siglo
XII; este siglo constituyó el punto de partida de la entrada de estos
conocimientos en Europa.
Del
siglo XII procede también la versión latina Epistola
in pluviis et ventis, del judío Messahallah. Capítulos con contenido
meteorológico presentan el “Libro de los tres jueces” y el “Libro de los
nueve jueces”. Del judío de Tudela (Navarra) Abraham Ben Ezra tenemos el Sefer
ha -‘Olam, traducido a finales del siglo XIII como Liber coniunctionum que dicitur de mundo vel seculo. También
hay algún material meteorológico (entre ellos dos “partes” de la lluvia,
uno de ellos atribuido a Enoc) en El libro de los juicios de las estrellas,
recientemente editado en castellano a partir de la versión catalana (Escuela de
Traductores de Sirventa) que se conserva en El Escorial.
El
Libro conplido en los iudizios de las
estrellas de Aly Ben Ragel, traducido al castellano medieval en el siglo
XIII por orden de Alfonso X el Sabio de Castilla, contiene en el Libro VIII una
parte dedicada al pronóstico del tiempo que tiene como fuente tanto a Omar b.
Al Farrukan Al Tabarí como a Abumasar. Hemos de hacer constar que durante el
siglo XX este texto fue transliterado por el hispanista Gerold Hilty (1954 y
2005) y adaptado dos veces al castellano moderno (1995, Escuela de Traductores
de Sirventa y Gracentro).
Otra
obra fundamental en este campo por los notables contenidos de tipo meteorológico
que posee fue vertida al castellano medieval en la corte de Alfonso X (siglo
XIII); se trata del Libro de las Cruzes, atribuido a Obeydallah. El sistema parece ser
de muy antigua aplicación, pues ya era conocido en
Los
traductores medievales europeos, además de su trabajo de realizar su trabajo de
adaptación, se apropiaron de buena parte de estos materiales, poniendo su
nombre en ellos como autores. De Juan de Sevilla, o Hispano, o Hispalense,
tenemos el Tractatus pluviarum et aeris
mutationis; también hay contenidos meteorológicos en su Epitome
totius astrologiae. De Hermann de Corintia tenemos el Liber
imbrium; de Grosseteste Ad
precognoscendam diversam aeris dsipositionem; de Firminus de Bellavalle De mutatione aeris; de Juan de Ashenden
A
finales del siglo XV encontramos a un astrónomo importante, el judío de
Salamanca Abraham Zacuto, conocido sobre todo por su mejora de las tablas astronómicas
para la empresa del momento, la navegación hacia el Nuevo Mundo; pero también
nos dejó una notable obra de astrología, el Tratado
breve de los influjos celestes, que contiene un capítulo dedicado
exclusivamente a la predicción del tiempo al modo de la época, o sea, mediante
elementos de tipo astronómico (configuraciones planetarias y aspectos entre
planetas). Zacuto resume en pocas páginas, con una gran capacidad de síntesis,
la mayoría de conocimientos de su época, es decir, concreta las diversas
corrientes que llegaron hasta él en un cuerpo único.
Y no sólo eso, sino que demuestra haberse ejercitado en el pronóstico
astrológico del tiempo y, a diferencia de la mayoría de autores, aporta datos
que confirman la doctrina (el diluvio de 1503 con los 5 planetas retrógrados,
las lluvias de las conjunciones en Sagitario durante el invierno, los fríos al
paso de Saturno por Capricornio, etc.).
En
los documentos escritos hay un detalle revelador que nos habla claramente de las
concepciones del hombre medieval y de las primeras oleadas renacentistas: muchas
tablas astronómicas poseen en los márgenes anotaciones con observaciones
meteorológicas, ilustrando que, más que llevar a cabo registros sistemáticos,
se buscaban sólo correlaciones entre configuraciones celestes concretas y
determinados fenómenos o situaciones atmosféricas. La regla, sin embargo,
tiene su excepción: William Merle llevó a cabo registros sistemáticos desde
Con
Zacuto estamos en los momentos de la aparición de la imprenta, pareja a la
empresa de la conquista de América. A partir de ahora la astronomía va a tener
un papel básico en la navegación, para la orientación de las naves en sus
periplos marítimos, de modo que pasa a tener un papel preponderante el interés
por mejorar las efemérides, para situar con la máxima precisión posible
rumbos y posiciones. Sin embargo, entre los navegantes, la predicción del
tiempo, y sobre todo a largo plazo, no sólo no decrecerá, todo lo contrario;
la posesión de buenas tablas astronómicas les permitirá hacer sus cábalas
para conocer con antelación los temporales, como puede comprobarse en el diario
de Colón, quien todavía utilizó la ciencia astrológica para la predicción
del tiempo.
Los
almanaques con predicciones de todo tipo, y entre ellas, las meteorológicas,
empezaron a proliferar por toda Europa. Para el siglo XVI se estima en unos 3000
los almanaques con pronósticos del tiempo que circulaban por Europa, a cargo de
unos 600 autores diferentes. Pero este tipo de almanaques no sólo los escribían
patanes o aprovechados; Kepler, uno de los padres de
También
son características de finales del siglo XVI e inicios del XVII las obras
dedicadas a
De
esta misma época tenemos a un autor importante que dedica su tiempo a tratar de
dar cuenta de los efectos de los planetas sobre
Kepler
no siguió la vía habitual de los demás astrólogos, pues, a diferencia de la
mayoría de ellos, que se limitaron a la repetición de lo que mantuvieron los
anteriores autores sin crítica ni verificación de la doctrina, investigó el
asunto tanto en el orden teórico como en el práctico; realmente
fue el último buscador de la verdad en una época en que las viejas
ideas, y sobre todo los aparentemente inexpugnables edificios aristotélico y
ptolemaico, tambaleaban ante el nuevo modelo del mundo (heliocéntrico
copernicano) y la nueva Física (el propio Kepler, Galileo y Newton al comienzo,
seguidos posteriormente de una avalancha de nuevos creadores de ciencia).
El
siglo XVII, por tanto, marca la crisis definitiva, la frontera entre las
doctrinas que se hunden y las nuevas emergentes; en medio del marasmo aparece en
Lisboa durante 1632 la obra astrológica más extensa y completa dedicada
exclusivamente a la predicción meteorológica:
Pero
el invierno de los astrólogos llama a las puertas; en 1677, el agustino
valenciano Leonardo Ferrer compone su Astronomica
curiosa y descripción del mundo superior, y inferior, que contiene una
parte dedicada a la predicción del tiempo con alguna aportación propia
(defiende, por ejemplo, la doctrina de los puntos antiscios –simétricos
respecto a los puntos cardinales del Zodíaco- y que los aspectos entre Mercurio
y Júpiter mueven la tramontana).
El
último astrólogo español de renombre que trató el tema fue Diego de Torres
Villarroel, conocido como El Gran Piscator de Salamanca y catedrático de Matemáticas de
En
su época empieza a aposentarse una nueva visión del mundo y los astrólogos
comienzan a ser objeto de chanzas; Torres tuvo que defenderse de algunas de
ellas con su ácido y quevedesco modo de expresarse. Él mismo refutaba a Newton
con una ingenuidad escolástica que hoy nos hace sonreír compasivamente.
Segunda
etapa científica: leyes, aparatos, toma de registros…
El
nacimiento de la ciencia moderna, tal como la conocemos actualmente, tuvo una
larga gestación. Del mismo modo que en Grecia ya había defensores del sistema
heliocéntrico del mundo (Hiparco) y pensadores materialistas, en la actualidad
existen defensores del pensamiento antiguo y de la espiritualidad, lo cual
resulta lógico, pues no se trata sino dos modos asequibles al pensamiento
humado de contemplar la realidad.
Por
ello ya hubo adelantados durante
Entre
estos adelantados a su tiempo destaca la figura del franciscano inglés Roger
Bacon, autor de su Opus Maius (1268), donde preconiza la necesidad del experimento y la
inducción en la interpretación de los fenómenos. Como se sabe, dio con sus
huesos en la cárcel y su final fue oscuro, posiblemente trágico.
Ya
en el Renacimiento encontramos a Galileo Galilei (1564-1642), a quien se
considera fundador oficial del método experimental. Hoy nos puede parecer una
simpleza, pero debe tenerse en cuenta que, en pleno poderío del ciclo histórico
cristiano, la investigación con cuerpos materiales no estaba bien vista por
algunas autoridades eclesiásticas, por ser lo material perteneciente al diablo
tentador –las riquezas del mundo, el conocimiento del lo físico, opuesto al
espíritu-; Galileo no encontró otra persona que Kepler
capaz de atreverse a mirar por el telescopio recién inventado para ver
las lunas de Júpiter, los cráteres de
Galileo
escribió de modo bastante satírico su defensa del sistema heliocéntrico del
mundo, los Diálogos sobre los dos máximos
sistemas del mundo, ptolemaico y copernicano, desafiando
A
Galileo se le atribuye la invención del primer termómetro, un instrumento
clave en el desarrollo de las nuevas vías de investigar e interpretar los fenómenos
atmosféricos.
En
1623 encontramos la aparición de un texto que incidió notablemente para
cambiar la visión del mundo:
El
clima intelectual de la época llevó a construir en 1639 el primer pluviómetro
y en 1641 el primer termómetro de cierta fiabilidad. En 1644 el italiano
Evangelista Torricelli llevó a cabo su conocido experimento de la columna de
mercurio, pudiendo demostrar que el aire pesaba y ejercía una presión sobre
todos los cuerpos; la experiencia, además, permitió medir la cuantía de la
presión atmosférica.
A
Pascal se le atribuye la dirección de una ascensión al Puy de Dôme reveladora
de que la columna de mercurio del barómetro disminuía con la altura; hoy nos
puede parecer una trivilialidad, pero entonces suponía enfrentarse a toda una
serie de dogmas y creencias trasnochadas, que tocaban a su fin.
Piénsese
que entonces la existencia del aire como algo material no estaba nada clara; no
hay más que ver la etimología griega del término pneuma,
de donde vienen nuestros “neumáticos” para los automóviles: significa
“gas” y también “espíritu”. Hasta no muchos años, los destilados se
llamaban “espíritus”, por ejemplo, el alcohol se conocía como “espíritu
de vino”, o sea, la parte más sutil del mismo. La composición química del
aire no se conoció hasta 1781, cuando el francés Lavoisier estimó que contenía
un 20% de oxígeno y un 80% de nitrógeno. Para muchos los vientos eran
consecuencia de los caprichos del genio de un dios, Eolo en la mitología griega
(sin embargo
Otto
von Guericke (1602-86) fue uno de los primeros en utilizar el barómetro (de
agua) para predecir el tiempo; existe un documento de 1660 en el que predice una
fuerte tormenta a causa del gran descenso observado en la columna de agua.
De
1659 data el primer higrómetro de condensación; en 1669 se lleva a cabo la
conocida experiencia de los hemisferios de Magdeburgo, demostradora del enorme
poder de la presión atmosférica (al estar adaptados a ella da apariencia de
que el aire apenas ejerce fuerza alguna sobre los cuerpos).
En
Para
1714 encontramos el primer Traité de Météorolgoie, escrito por el francés, Louis de Cotte,
párroco de Montmorency, acuñando un término no utilizado hasta entonces para
la naciente ciencia. En 1788 se publicaron las
Mémoires sur Météorologie a
cargo del mismo autor.
Bejamin
Franklin (1706-90) logró capturar
electricidad atmosférica mediante una cometa durante las tormentas, pudiendo
demostrar así que el rayo y el trueno tenían una naturaleza eléctrica.
En
1688 el astrónomo británico Edmund Halley propuso por vez primera la necesidad
de realizar un mapa de vientos a escala planetaria, una idea realmente atrevida
y adelantada a su época, visto desde nuestra privilegiada perspectiva histórica.
Esta propuesta no encontró eco positivo hasta 1735, cuando George Hadley
propuso un modelo general de circulación atmosférica;
Pero
esta, ya es otra historia.
Reivindicando
El nuevo modo de
contemplar el mundo ha dado grandes frutos, uno de ellos
Una de las principales dificultades estriba en que la atmósfera se
comporta como un sistema caótico, lo cual limita drásticamente el valor de las
ecuaciones que se introducen en las grandes computadoras. Algunos piensan que
cuanto más datos y más exactos sean los que se les entregan a las máquinas, más
cerca estaremos de la solución final. En Meteorología nos encontramos ante una
cuestión de determinismo, como ya les sucedió a los investigadores del mundo
atómico a comienzos del siglo XX.
Frente a este panorama desesperanzador, en lo que se refiere a
variabilidad climática, creemos que el problema puede atacarse por otras vías
diferentes a las actualmente usadas por los meteorólogos. La evolución de
Tenemos un precedente en
Pero de aquí a concluir que el efecto planetario no existe, o que
realmente podemos pasarlo por alto, media un abismo; pensamos que cometeríamos
un enorme error en todos los órdenes -filosófico, lógico, científico,
etc.-. Vamos a tratar de explicar porqué.
¿Tan seguros andamos de que la
causa del ciclo climático anual y de su variabilidad reside única y
exclusivamente en el movimiento orbital de
Tenemos un punto de comparación en el papel que juegan los
oligoelementos en el suelo (Agronomía), los catalizadores en las reacciones químicas
y los enzimas en los seres vivos (Bioquímica). La presencia de oligoelementos
en la tierra, aunque en bajísimas cantidades, es fundamental en agricultura, y
también en alimentación. La carencia de boro, manganeso, etc. en un suelo
puede determinar la ruina de las cosechas; aunque lo fundamental para las
plantas sean el nitrógeno, el fósforo y el potasio, en Agronomía existe la
llamada ley del mínimo: la producción está limitada por el elemento
que se halle en menor cantidad, incluso si éste es un oligoelemento. Y lo mismo
pasa en los animales superiores: aunque la alimentación básica esté
constituida por proteínas, lípidos y glúcidos, la presencia en bajísimas
cantidades de cinc, cobre, vitaminas, etc. es fundamental y su carencia puede
causar alteraciones de la salud nada proporcionales a las dosis mínimas diarias
necesarias de estas sustancias.
Algo nos insinúa que similares circunstancias pueden darse también en
el desarrollo de las rachas climáticas respecto de algunos ciclos planetarios,
por débil que pueda resultar la luminosidad o la gravedad de un planeta
respecto de otros parámetros (ciclo solar anual, etc.).